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Necronomicón

Segunda Época. Año 10. N° 22. Abril, 2012

Me gustaría pensar, aunque sé que no es el caso, que el Necronomicón es como aquellos viejos conocidos que tenemos años sin verlos y que de pronto nos llaman por teléfono o nos tocan a la puerta en un imprevisto e improbable sábado por la tarde. Levantamos el auricular o abrimos la puerta y… ¡sorpresa! Allí están como si el tiempo no hubiera pasado, o aún cuando haya pasado nos permiten rememorar otra época, cuando invariablemente éramos diferentes y creíamos que el mundo se movía siempre en una misma dirección (o tal vez al contrario, ¿quién sabe?).
Me gustaría creer que la llegada del Necronomicón despierta en los lectores esa alegría por los viejos conocidos y la nostalgia de los recuerdos que trae el reencuentro. Pero también es muy probable que el amable lector deje de serlo en el preciso momento en que apelo a su indulgencia, y quiera sumarse a una entusiasta masa indignada y vociferante, armada de antorchas, hoces y tridentes, clamando por la cabeza del editor-monstruo que se oculta en el granero. Nada como una catarsis colectiva ante un editor indolente para regodearse, en la calma y el sosiego de las brasas humeantes, con una buena lectura.
En esta oportunidad tenemos un número donde lo sobrenatural se impone. Personajes envueltos en situaciones grotescas, enlaces de nuestra realidad con universos alternos donde lo extraordinario puede coexistir con las costumbres más mundanas. Un acto cotidiano que tiene repercusiones fantásticas, como si el lector al sentarse a leer el Necronomicón, con una taza de café caliente, comenzará a escuchar ruidos extraños.
Marcelo Nasra nos trae recuerdos de la niñez que permanecen en el tiempo, en nuestro tiempo y más allá de éste. Sigue la fábula de amor maternal de Juan Manuel Valitutti, sentimientos que perduran y son ineludibles. Por último, Magnus Dagon también nos habla de un amor sin fronteras, ni de tiempo, ni de espacio. Una vida que se prolonga más allá que los reflejos enfrentados de dos espejos.
Vuelvo a contar con las plumas aliadas de Juan Raffo, William Trabacilo y Joseín Moros, quienes se dieron a la tarea de reproducir algunas escenas de los portentos fantásticos que se narran en este número, llevando la imaginación a otro plano.
Así que mientras la multitud clama por mi cabeza y yo arrojo por las ventanas del ático los ejemplares del último número del Necronomicón, confío que los lectores sepan ser considerados con el monstruo que medra en el cuerpo de un humano llamado Jorge De Abreu. Un monstruo que aguarda, que escucha los pasos del gentío abrumador que viene por él y que viene por más… Mientras, en el ínterin, entre el ruido de los pasos y los golpes en la puerta, espero que la lectura sea placentera.

El colectivo

 

por Marcelo Nasra

 

Marcelo Nasra es argentino, de la cosecha de 1968, que todavía continúa siendo una década prodigiosa. Es músico, líder de la banda de rock 1000 NICKS, donde es bajista y cantante. Es licenciado en educación, pero su principal preocupación es escribir. Ha publicado una novela (El espejo, 2010) y una colección de cuentos (Historias del barrio, 2011).

Varios de sus relatos y poemas se encuentran publicados en antologías como Todos tenemos algo que contar (Argentina), Hijos de la pólvora (Estados Unidos), Destacados 2011(Argentina) y Poetas y Narradores Contemporáneos 2011(Argentina) o en Internet: Letralia (Venezuela), Cañasanta (Canadá), OcioZero (España), NM (Argentina), NGC 3660 (España), Epigramas (Venezuela), Vintén Editor (Uruguay), Remolinos (Perú), Nóumeno (Argentina), Bajo los Hielos (Chile), Rincón del Tango (España), El Cuervo (Argentina), Molino de Letras (México), Revista Poe + (España), Prosófagos (Argentina), Crear para leer (Italia), y Revista Cultural Caños Dorados (España), entre otros.

En El colectivo, Marcelo difumina la línea entre lo real y lo fantástico. Sus personajes se mueven indistintamente en la trama de la existencia; algunos en un nivel que trasciende las fronteras, son seres que están más allá de la realidad como la conocemos; otros son esclavos del funcionamiento del universo y deben seguir sus reglas. La moraleja de la historia es: si tienes un mal día no tomes el autobús (debido a esas diferencias entre nuestro idioma compartido, muchos me entenderán mejor si en lugar de autobús digo colectivo, ómnibus, bus, buseta, camión o guagua; parafraseando a Shaw: en estos detalles estamos separados portellano). nuestro querido castellano).

... nadie me enviará al Hades antes de lo dispuesto por el destino; y de su suerte ningún hombre sea cobarde o valiente, puede librarse una vez nacido.

 

Homero: La Iliada, VI.

 

 

La campana de la iglesia ya había marcado las cinco de la tarde cuando Nachito y sus compañeros salieron de la escuela. Cruzaron el boulevard y se dispusieron a esperar el colectivo como lo hacían regularmente; entreteniéndose con empujones e improperios recíprocos, ante la mirada desaprobatoria de las señoras que estaban por el lugar. Luego de varios minutos y dos colectivos que prudentemente pasaron de largo cuando vieron a esos pibes revoltosos, llegó uno que se dignó a detenerse en la parada alborotada.

 

Subieron en manada. Algunos quisieron sacar el boleto, otros no, pero no tuvieron más remedio, ante la mirada severa del chofer. Después, el setenta arrancó.

 

A mitad de la siguiente cuadra, el conductor se dio cuenta que uno de los chicos se había colado y entonces frenó con brusquedad. Seguramente había tenido un mal día, porque no era la primera vez que alguien subía sin pagar; tal vez harto de la reiteración de lo mismo, se sintió vejado en su dignidad e inteligencia. Lo cierto es que el corpulento chofer se levantó del asiento y empezó a caminar por el pasillo, violentamente tomó a Nachito de las solapas del guardapolvo y lo miró de un modo severo diciéndole con una voz ronca, como de ultratumba:

 

—Nunca subás sin sacar boleto.

 

Años más tarde Nachito —devenido en Ignacio— todavía conservaba a un par de amigotes de la infancia. Los malos hábitos no fueron morigerados por el tiempo, sino que se potenciaron transformándolos en delincuentes. Un día cualquiera Ignacio, Sebastián y El Gordo salieron a ejercer el oficio. Todavía se veía la bruma invernal sobre la avenida cuando llegaban al lugar. El Banco Nación, siempre custodiado, quedaba casi en diagonal al negocio elegido, pero no les importaba. Él y sus dos compinches cruzaron la avenida mirando discretamente hacia todos lados. La vereda estaba casi vacía; en la frutería de al lado no había clientes. El Gordo se quedó como campana afuera del locutorio, haciendo que contemplaba las manzanas que estaban en el cajón más cercano.

 

Los detalles apenas perceptibles que existen en una situación donde la adrenalina manda, distorsionan la visión de modo tal que uno no sabe realmente qué es real y tangible, y qué alucinatorio o irreal. Cuando luego de robar Ignacio salió prácticamente empujado por Sebastián, dos policías estaban cruzando en diagonal desde la esquina del banco, corriendo hacia donde estaban ellos; Ignacio también observó que un patrullero, con la agorera sirena encendida, llegaba a toda velocidad hacia la escena del delito.

La mano inquieta del Gordo, quien había permanecido afuera del negocio, apretó el gatillo dando comienzo a la balacera. Ignacio no pudo abrir fuego por una razón que le resultaba desconocida. A su lado, Sebastián se sumó al enfrentamiento ocultándose parcialmente detrás del pórtico de entrada de un edificio de departamentos, poniendo momentáneamente rodilla en tierra para cubrir la salida de los otros dos cómplices. El móvil policial se aproximaba pero los oficiales que se enfrentaban con la banda de ladrones se tuvieron que parapetar dándoles algo más de tiempo. Ignacio dio media vuelta y ya sin disparar escapó lo más rápido que pudo. Al llegar a la esquina de Iriarte se percató de que la sirena del patrullero ya no se escuchaba, y que las personas que allí estaban, esperaban tranquilamente junto a las vidrieras de la farmacia en las paradas de colectivo.

Ilustración por Juan Rafflo basada en la historia de "El colectivo" de Marcelo Nasra

Estaba muy agitado por la extenuante corrida, pero el inmenso cielo azul de Avellaneda, que se veía por encima de la serpenteante autopista, pareció sosegarlo lo suficiente como para pensar con la claridad necesaria. Se puso debajo del escaparate de la farmacia, allí donde sobresalía el logotipo circular de color verde donde resaltaba una cruz blanca. Al momento llegaron sus otros dos compañeros ilesos. Los tres estaban juntos.

 

Era temprano; la sombra de la iglesia que quedaba en la esquina de enfrente, cubría todo el ancho de la Avenida Montes de Oca. Al rato escucharon el potente motor de un colectivo verde oliva que se acercaba la parada. Ignacio astutamente creyó que la mejor huída sería la menos espectacular; nada resultaría más conveniente que subir al vehículo como pasajeros comunes y corrientes.

 

—Vamos a tomar el setenta. Tranquilos –dijo Ignacio.

 

Él subió primero de manera inmutable; se desplazó lentamente por el pasillo sentándose luego en uno de los asientos simples que tenía la ventanilla entreabierta. El sudor frío y la ansiedad habían comenzado a menguar. Se sorprendió de lo cerca que habían estado de ser atrapados y de cómo habían podido despistar a la policía tan fácilmente. Estaba pensando en esto cuando se relajó, apoyando su frente sobre el paño de vidrio de la ventanilla. En ese momento se dio vuelta para hacerle una pregunta a Sebastián:

 

—¿Los boletos?— dijo Ignacio.

 

—El chofer no me los dio. Me dijo que pasara –respondió Sebastián—. Así nomás.

 

Ignacio se percató de que todavía el colectivo no había reanudado su marcha y se encontraban en la misma esquina de la farmacia. Entonces se puso de pie y disgustado fue a sacar los boletos y a reprocharle al chofer su negativa. Sebastián lo siguió y cuando se paraba notó que El Gordo no había subido. Cuando Ignacio llegó a donde estaba el chofer se dirigió en un tono cortante:

 

—Tres boletos.

 

El chofer no le respondió. Ni siquiera se tomó la molestia de mirarlo. Parecía estar concentrado mirando al frente, con las manos firmes sobre el volante y en la palanca de cambio.

 

—Tres boletos, te dije —reclamó Ignacio ofuscado.

 

—A donde van no necesitan boletos –replicó el chofer.

 

La voz grave y desagradable le sonó familiar. Luego de una breve pausa que a Ignacio le pareció una eternidad, el colectivero giró su cabeza para mirarlos. Ignacio se espantó. Era el mismo chofer que lo había hecho descender del colectivo aquel día en que salieron de la escuela.

 

Miraron por la puerta delantera del setenta que aún no arrancaba y vieron sus propios cuerpos sin vida sobre el asfalto, vencidos por las balas policiales; el tercer compinche se encontraba en el asiento de atrás de un patrullero, esposado y con la cabeza tapada. Las campanas de la iglesia sonaron como en una letanía. Luego el colectivo partió.

Oscura mamá

 

por Juan Manuel Valitutti

 

Dicen que madre solo hay una, pero como Oscura mamá no hay ninguna. Antes de escribir este relato, la idea, como el personaje maternal de la historia, era una difusa sombra sobre el autor. Una sombra informe que de pronto adquirió definición, como suelen hacerlo las ideas, con la celeridad de un clic para la foto… y quedó plasmada en las cuatro escenas opresivas, de horror y desesperanza, pero sobre todo de amor maternal, sabio, profundo y desinteresado… quizás demasiado.

Juan Manuel Valitutti, argentino, es docente en la Universidad de Buenos Aires y escritor. Ha publicado cuentos en Libro Andrómeda, Aurora Bitzine, Axxón, NGC 3660, Cosmocápsula, Club Bizarro, Alfa Eridiani, miNatura, Exégesis, Planetas Prohibidos, Red de CF, NM, Breves no tan breves, Sensación!, Próxima, Acción y fantasía, Cineficción y Aventurama. Ha resultado finalista en el concurso Mundos en tinieblas en sus ediciones 2009 y 2010. Algunos de sus cuentos han sido traducidos al catalán para su aparición en la revista Catarsi. Para conocer lo último de su producción pueden acercarse a su blog en: http://caminante-cronicasdelcaminante.blogspot.com/, allí además de ser guardián de sus universos, mentor de sus obras y orfebre de personajes, se dedica a diseñar caminerías y permitirnos un periplo por esos jardines, mientras la oscura mamá nos deje.

Capítulo I – 1904

 

—¡Mamá, mamá! —ruega el niño, aferrando el extremo de la manta. Tiene seis años y ha tenido una pesadilla: una sombra oscura se ha inclinado sobre él para llevárselo.

 

Capítulo II – 1916

 

—¡Mamá, mamá! —llora el niño, aferrando lo que queda de sus tripas. Tiene dieciocho años y la peor de sus pesadillas se ha hecho realidad: las balas enemigas lo han barrido y ahora agoniza entre trincheras.

 

Capítulo I – 1904

 

—¡Mamá, mamá! —insiste el niño, sin soltar el extremo de la manta.

La madre acude presta. El niño abre los brazos y la boca: ¡Vi una sombra, mamá, vi una sombra que se inclinaba sobre mí para llevarme!

 

Capítulo II – 1916

—¡Mamá, mamá! —El niño no suelta sus tripas.

 

No es como su mamá, pero se inclina, oscura, sobre él… Tiene un rostro bondadoso por lo viejo y sabio. El niño abre los brazos y la boca: ¡No me lleves!

 

Pero mamá posa un dedo sobre los labios rotos y sonríe bajo la hoz.

 

Ella sabe lo que es mejor para su niño.

Ilustración por William Trabacilo basada en la historia de "Oscura mamá" de Juan Manuel Valitutti

Ojepse Le

 

por Magnus Dagon

 

Magnus Dagon es el seudónimo de Miguel Ángel López Muñoz. Nacido en Madrid en 1981, es matemático con un Máster en Criptografía Cuántica y antiguo estudiante de Arquitectura. En el año 2006 ganó el Premio UPC de novela corta (El Informe Cronocorp), publicada con Ediciones B, y en el 2009 el IX Certamen de Narrativa Corta Villa de Torrecampo (Donde usted quiera llegar). Es el autor de Los Siete Secretos del Mundo Olvidado y Los Caídos, una novela online con estética cómic (www.loscaidoslibro.com). Es el cantante y letrista del grupo Balamb Garden, que puede escucharse en www.myspace.com/balambgardenmusic. Miguel Ángel ya ha aparecido en Necronomicón: fue en el número 15 con El superviviente.

En esta oportunidad, Miguel Ángel nos presenta un espejo con historia, con remembranzas de las mil y una noches y un guiño a uno de esos soñadores de espejos que reveló un mundo tras la superficie reflectante: Lewis Carroll y su niña recorre mundos. Carroll es uno de los primeros poseedores del espejo maldito, en un periplo de cientos de años recorremos las vidas de miles de personajes: políticos de noble cuna, célebres esgrimistas, reinas vanidosas, todos enlazados por los eslabones de una herencia que gira en torno al extraño espejo. Hasta en su título Ojepse Le es una imagen especular, un vistazo furtivo a otra dimensión; un castigo o una justa recompensa, todo depende del cristal con que se mire… o del lado del espejo donde uno se encuentre.

Hubo un tiempo, un tiempo lejano, en el que los hombres no tenían miedo de creer en leyendas. En el que abandonaban los firmes asideros de la ciencia y se aventuraban por terrenos desconocidos, mundos que estaban más allá de toda comprensión y racionalidad.

 

Apenas quedan hombres así en la actualidad. Yo soy uno de ellos.

 

Por ese motivo esta historia comenzó cuando un cliente entró en mi tienda de antigüedades y quiso venderme un viejo espejo roto que, a pesar de apenas considerarlo de valor, tenía, sin saberlo, mucho más del que habría imaginado. Por motivos que nunca he llegado a comprender del todo, decidí quedármelo como parte de mi colección personal y lo coloqué en mi salón, lleno de toda clase de objetos raros y valiosos que, debido a mi soledad, sólo yo podía disfrutar.

Creo que fue esa misma noche cuando vi a la mujer. Estaba allí, desnuda en el espejo en lugar de mi reflejo, moviéndose a lo largo de la línea quebrada que separaba las dos mitades del objeto. Nunca había visto mujer tan hermosa en mi vida, y supe que nunca lo haría. Había en ella una infinita mirada de tristeza, una mirada que se posaba en mí con mayor vehemencia de la que mi propia imagen lograría jamás.

 

Temeroso cubrí el espejo con una sábana, pero aquella visión me motivó para investigar más a fondo, y con dicho fin cerré por un tiempo la tienda, aprovechando un periodo de relativa bonanza económica.

 

Lo primero que averigüé de boca de mi cliente fue que lo obtuvo como herencia de Charles Lutwidge Dodgson, un sacerdote anglicano que vivió a mediados del siglo diecinueve y que profesaba pasión por las matemáticas, como muchos eclesiásticos de su época.

No dejó de llamarme la atención que este hombre, bien cultivado en los avances de su época, escribió un libro acerca de una niña que atravesaba un espejo y llegaba a un mundo de ensueño y pesadilla.​

Quise, por otro lado, interrogar a mi cliente sobre los motivos para deshacerse de dicho recuerdo. Se negó a aclarármelos.

 

A partir de ese paso la investigación fue dura y compleja. El espejo tuvo muchos dueños, y aunque algunos de ellos habían caído en el anonimato, complicando mis pesquisas, siempre conseguía la pista adecuada que me regresaba al camino correcto mientras retrocedía en el tiempo.

 

El espejo, restaurado en su momento, atravesó la antigua Europa y llegó a las manos de un noble de Valaquia que padecía porfiria. Aquel estigma supuso su aislamiento y reclusión en sus propios dominios, salvo por la llegada ocasional de vendedores aventurados. Cuentan algunos de ellos en sus diarios de viajes que en su mirada se reflejaba la desdicha de existir, pero lo más sorprendente llegaba cuando descubrían que la imagen del noble no se veía reflejada en un viejo espejo que tenía en su cuarto de invitados.

 

Las historias de los anteriores propietarios del espejo resultaban ser no menos sorprendentes. Como espejo veneciano fue adquirido por Holtz de Ulm, famoso esgrimista del siglo dieciséis conocido por su perfeccionamiento de la técnica y de quien se decía que sólo su sombra era capaz de corregirle. Dicho genio del florete enloqueció, según habladurías debido a la sífilis, y no volvió a aceptar discípulos alegando que sólo su reflejo era digno de sus lecciones. Bajo la apariencia de espejo de tocador fue parte de los tesoros de corte de una ambiciosa reina del medievo, que al parecer permanecía largas horas solitarias frente a él, exigiendo no ser molestada bajo ningún concepto. Según el folclore popular, aquella mujer perversa estaba obsesionada con su propia belleza, y mandaba que se cortara la nariz a toda cortesana que fuera más hermosa que ella. Algunas biografías apócrifas cuentan que cuando murió siendo una anciana decrépita, en uno de aquellos encierros voluntarios, su imagen reflejada era la misma de cuando poseía la tersura de piel de una adolescente.

 

Por primera vez, de hecho, leí una teoría acerca de la verdadera naturaleza de dicho artefacto: lejos de estar maldito o de hechizar a su portador, no hacía más que otorgar esencia real a sus deseos ocultos. Si bien inverosímil, la teoría cobraba coherencia a medida que examinaba los perfiles de sus antiguos custodios.

 

No era fácil seguir el rastro del pasado de la reliquia, y al fin, buscando en escritos clásicos y casi míticos, hallé una referencia en la obra de Pausanias, historiador griego del segundo siglo después de Cristo. En ella hablaba de una reina, en la que al parecer estaba inspirado el mito de la Medusa, que a la muerte de su padre gobernó cerca del lago Tritonide, en Libia. Según la historia del erudito, su rostro fue desfigurado por un usurpador al trono, y desde entonces, entrando en tratos con mercaderes del sur de África, obtuvo un espejo cuya mirada sólo ella podía enfrentar, y cualquier otro que lo intentaba caía a los pocos días como petrificado en un sueño sin final. Seguí el rastro del origen de tales mercaderes y al fin una leyenda de Al-Faziz me dio la pista definitiva. En ella, se hablaba de una singular dirigente árabe, tan independiente como hermosa, que desafiando a Alá hizo un pacto con unos demonios para conseguir la inmortalidad. Sin embargo estos monstruos la engañaron, pues viviría recluida en una lámpara para satisfacer los deseos de los mortales. Una revisión de la traducción me permitió comprender que no hablaban de una lámpara de aceite, sino de un adorno reflectante y especular típico de la época. Su corte y su harén de hombres huyó y quedó su palacio vacío. La lámpara pasó de palacio en palacio, enriqueciendo a sus poseedores, hasta que un sultán receloso la ordenó fundir para fabricar un espejo con ella.

 

Me levanté y me acerqué al espejo. Lo destapé y volví a ver a la mujer. Su tez oscura y sus profundos ojos negros no me hicieron albergar dudas, y al fin comprendí qué deseo me estaba concediendo. Miré a mi alrededor, al salón amplio y mustio, y fui finalmente consciente de la abrumadora soledad que reinaba en mi vida, y de lo mucho que deseaba encontrar un alma gemela con quien mitigarla.

 

Estiré la mano, y al hacerlo el rostro cambió. Ya no mostraba tristeza, sino una incierta melancolía, como si temiera lo que estaba pasando. Cuando parecía que iba a tocar su superficie, agarré la mano de ella a través del quebrado espejo y entonces, como si la ayudara a salvar un escalón, la traje hacia mí, tapándola con la sábana y abrazándola con dulzura. Ella no se opuso.

 

—Ya eres libre —dije con calma en árabe clásico.

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Necronomicón


Segunda Época. Año 10. N° 22.
Abril 2012


Editor: Jorge L. De Abreu

 

Asociación Venezolana de Ciencia Ficción y Fantasía
 

http://www.avcff.org
 

Caracas, Venezuela.

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