Asociación Venezolana de Ciencia Ficción y Fantasía
Necronomicón
Segunda Época. Año 9. N° 21. Febrero, 2011
Nadie puede negar que el lector es siempre una parte indispensable de la obra. Es al final quien la disfruta y la juzga. A veces el escritor apela a algo más que al gusto o criterio estilístico del lector. A veces el escritor busca acicatear la imaginación del lector (la colaboración más fructífera que puede conseguir un autor), en esos casos dice poco y calla mucho, como pistas al reverso de un mapa del tesoro. Garabatea unas frases e invita al lector a que complete los espacios en blanco. Azuza la mente del que está al otro lado de sus palabras para que prosiga caminando y le coloque la señalización a la vía, para que marque el mapa con sus propias anotaciones de viaje y lo tiña de sus experiencias.
Me encanta ese tipo de literatura, cuando la leo me permite crear muchas historias a partir de una sola. Nuevas versiones a cada lectura, nuevas ideas sugeridas que le dan sentido a un universo que ya no es el del escritor y que a veces, si lo compartimos, también se libera y huye de nosotros, los lectores.
El cuento corto a veces debe apelar a ese recurso para extender la trascendencia de sus cortas palabras. Pintar un cuadro y dejar partes empañadas, difusas, para que los lectores se pongan sus anteojos, escarben en el lienzo y vean otras maravillas.
En este número tenemos tres historias que comparten esa tendencia a insinuar la enormidad que está detrás de la brevedad de lo dicho. Una heroína infantil a un paso de la transformación, un ladrón demasiado codicioso y una enorme corporación amoral que aprovecha las ventajas del equilibrio ecológico. No digo más, es parte del juego con el que inicie este editorial, y los dejo con las historias de Hernán Domínguez Nimo, Joseín Moros y Néstor Darío Figueiras… ahora el turno es de ustedes, recuerden rellenar en los espacios en blanco.
El deseo
por Hernán Domínguez Nimo
Esta no es la primera vez que tenemos a Hernán Domínguez Nimo en las páginas virtuales del Necronomicón, ya van cinco relatos; uno de los cuales (El fin del mundo, Necronomicón Nº 17) fue candidato al II Premio Internacional de las Editoriales Electrónicas. En esta oportunidad Hernán nos presenta una nueva mirada sobre una historia clásica. Al respecto, el propio autor comenta “No sé por qué terminamos tantas veces por reescribir historias o personajes clásicos. Quizá sea nuestro intento de volver a disfrutarlos, sorprendernos con ellos con la frescura de la primera vez.”
Así es, en El deseo, Hernán consigue forjar una atmósfera de sutil sensualidad, la leve ambigüedad de la transición niño-adulto y el despertar de nuevas emociones. Este relato es un hermoso tributo a la conocida obra de J. M. Barrie. La próxima vez que nos encontremos con ellos ya sabremos por qué la ventana siempre estaba abierta.
El hálito sobre la piel la despertó antes que su voz. Era como el viento invernal que se filtra por una rendija de la ventana y obliga a acurrucarse frente al hogar encendido.
La ventana. Había recordado dejarla entreabierta para él…
Se tapó con la sábana hasta el mentón y se quedó acostada, los ojos cerrados, escuchando los ronquidos de John, agradeciendo ese momento de intimidad que le regalaba la noche.
Ya no le gustaba compartir la habitación con sus dos hermanos. Le dolía reconocerlo: jugar con ellos hasta quedar dormidos siempre había sido lo mejor del mundo. Pero ya no.
¿Por qué? ¿Qué había cambiado? ¿Ellos?
No. No había nada distinto en la expresión divertida de John cuando aparecía de repente junto a su cama para sorprenderla, ni en Michael cuando la azotaba con la almohada para empezar una guerra… Cada vez se prometía que iba a responder al juego como solía hacerlo. Pero solo despertaban su fastidio.
Se revolvió, molesta. Tal vez sí era culpa de ellos. De John, que conspiraba continuamente para sorprenderla en ropa interior y cuchichear después con Michael…
—No me esperaste despierta —dijo la voz, un leve esbozo de reproche. Se incorporó en la cama y se encontró con la extraña sonrisa a centímetros de su propio rostro. El cosquilleo la estremeció. Intentó definir una vez más qué había de particular en esa sonrisa. Se perdió en la intensidad de sus ojos.
El sentimiento de culpa apareció de algún lado. No había ruidos en la casa. John y Michael aún dormían en sus camas. La ventana estaba cerrada.
—Estaba soñando con vos… —se oyó decir ella.
—Claro… —contestó él, divertido. Entonces levantó las piernas del piso y las cruzó. Se quedó un rato así, flotando en el aire, mirándola. Ella supo que venía la pregunta y quiso evitarla, ganar tiempo:
—¿Ya encontraste tu sombra?
Él sonrió, como si supiera lo que ella intentaba.
—Siempre te equivocas. Es mi reflejo. Y no, todavía no he podido recuperarlo. Pero ya no creo que esté acá, en tu casa. Ya no vengo por eso. Creí que lo sabías… —una vez más esa sonrisa burlona, mientras flotaba hacia adelante y hacia atrás—. Claro que lo sabes, Wendy.
Ella sintió el calor subiéndole al rostro y rogó por que la oscuridad no le permitiera a él percibirlo.
Cada vez que llegaba ese momento, el de su invitación, las sensaciones de urgencia, de excitación y de miedo se mezclaban. Imposible separarlas, decidir cuál era más fuerte. La culpa resurgía. Le había contado a mamá una vez y ella lo había descartado como una fantasía infantil. Pero Peter era real y había vuelto una noche tras otra con su consentimiento (Peter decía que sin él no podía volver y Wendy se sentía halagada por ello), y la impresión de lo indebido era cada vez mayor.
El niño que hablaba como un adulto flotó hasta sentarse en su cama, apoyó una mano en el pie de Wendy y lanzó la pregunta:
—¿Ya te decidiste? ¿Quieres que cumpla tu deseo?
Ella se quedó mirando sus ojos pero atenta al calor de su mano a través de la sábana. Una vez había espiado a papá y a mamá en su habitación. Peter no la había tocado de esa manera. Wendy temía que lo hiciera. Esperaba que lo hiciera. Y el ardor volvía a subir, por dentro, insoportable.
Eso era lo que definía el combate. Sus ganas sobre su miedo.
—Entonces, si te acompaño… ¿no envejeceré nunca? ¿Nunca seré un adulto?
—Como yo, Wendy. Jugaremos juntos por siempre jamás. Ya lo sabes…
Sí, lo sabía. Retrasaba la decisión…
No. Hacía mucho tiempo que la decisión estaba tomada. No le interesaba jugar por siempre jamás. Lo que deseaba (Dios, cómo lo deseaba) era perderse en esos ojos que la llamaban.
—Sí. Iré contigo —dijo, y se quedó esperando la reacción.
No hubo explosión de alegría. Apenas la sonrisa que reapareció. Quizá siempre había sabido que no había elección posible, que era sólo cuestión de tiempo, de esperar la noche adecuada.
El miedo aleteó como una mariposa en la garganta. Habló, para romper el silencio:
—Y vamos a poder volar juntos, ¿no? Sobre las casas, los océanos, las nubes…
—Claro… —dijo él, todo sonrisa, y se inclinó hacia ella—, pero recuerda que sólo de noche.
Wendy asintió, cerró los ojos y dejó que su aliento frío le envolviera el cuello.
El ladrón
por Joseín Moros
Joseín Moros tiene dos facetas como Jekyll y Hyde. Claro que en ninguna de las dos personalidades hace cosas reprobables: es un técnico electrónico venezolano que entre chip y chip se dedica a escribir y dibujar. Tiene dos blogs donde expone sus últimas experiencias con la palabra escrita y el arte visual. En uno de ellos, ImaginAcción, publica cuentos infantiles; mientras en Wardjan, el otro, tiene aquellos relatos dirigidos a una audiencia madura. En ambos desborda fantasía y los cuentos están estupendamente ilustrados por sus propias creaciones.
En El ladrón, Joseín se inspiró en una escena que presenció en un supermercado, luego su imaginación se desató y perpetró una historia inolvidable, llena de detalles.
Joseín tiene la habilidad de crear personajes o escenas muy vívidas que quedan grabadas en alguna parte de mi subconsciente y pasan a formar parte de mis memes habituales con los que me atormento en la rutina del día a día. Por ejemplo, después de leer El ladrón, he tenido otra extraña fijación con los supermercados (que se une a las más tradicionales como lo son mi aversión a las colas de la caja y la inquina que me causa el gordo de la pescadería). Ahora siempre intento ver entre los anaqueles, entre los productos de limpieza y las bolsas de detergente, intento ver unos ojitos negros como botones que me recuerdan aquellos ojos con idénticas connotaciones de una conocida novela corta de Gaiman. Gracias a Joseín ahora mis visitas al supermercado son mucho más interesantes…
Innumerables vegetales brillan en el supermercado, los reflejos de tomates, lechugas y repollos, tiñen las caras de dos ancianas. Son pequeñas, como aquellos legendarios pigmeos. Tienen la piel pálida, ojos negros inexpresivos, sin brillo, sin parpadeos; acercan sus menudas caras afiladas a los vegetales y olfatean con cuidado. Las manos firmes, flacas, venosas, escogen lo mejor de las verduras, hortalizas y legumbres.
Un hombre grueso, de barba, lentes oscuros, pantalón azul y franela blanca, calzando zapatos deportivos muy caros, las observa con disimulo. Piensa, mientras finge escoger unos quesos.
—Las viejas están robando.
Un momento antes, el hombre había sustraído la billetera de una compradora distraída y la ocultó en la parte delantera de su ropa interior.
Las ancianas, con la cesta de mano rellena de vegetales, se escurrieron tras un estante colmado de envases. El ladrón sonrió y pensó.
—Son hábiles, allí las cámaras de seguridad no las ven. ¿Por qué se escondieron, si todavía no han robado a nadie?
El hombre se inclinó y miró entre las filas de botellas. A través del vidrio coloreado de rojo y naranja, vio las ancianas moviendo las manos.
—Están locas, parecen magos de feria.
El ladrón, con naturalidad, para no llamar la atención, aceleró el paso y las alcanzó. Se detuvo frente a ellas y dijo en voz baja.
—No quiero competidores. Fuera de aquí.
Las pequeñas ancianas levantaron sus cabezas y lo miraron con ojos inexpresivos, como botones negros sin brillo. Una de ellas, con voz apenas pronunciada con la garganta, y los labios casi inmóviles, dijo.
—Robamos para comer señor, no volveremos, ya nos vamos.
El ladrón vio la cesta vacía en los brazos de una de ellas, sorprendido, miró a los lados, sobre los estantes de harina y bajo los cajones de latas de jugo. Disminuyó aún más la voz y preguntó.
—¿Dónde está el contenido de la cesta? Diez kilos de vegetales no pueden esconderse bajo esos trapos asquerosos.
Las examinó con detenimiento y pensó.
—Parecen gatas mojadas, animales hambrientos, esa ropa vieja les cuelga como si fuera su pellejo. No tienen dónde esconder algo así.
Preguntó entonces.
—¿Dónde están los vegetales?
Una de las ancianas se acercó a él, la del moño atado con una tira de cuero tan antigua como ella. Dijo, mirando el suelo.
—Los mandamos a casa señor, para comer esta semana.
El ladrón entrecerró sus ojos y miró con nueva atención a las dos ancianas. Pensó entonces.
—¡La cesta estaba llena y un segundo después quedó vacía! Estas viejas tienen un buen truco, estoy seguro.
Con disimulo acomodó la molesta billetera, escondida bajo la bragueta. Se imaginó sacudiendo las viejas con sus puños y si fuera necesario, pateándolas hasta matarlas. Con los dientes apretados y voz sibilante les ordenó.
—Vamos hasta donde viven, me van a enseñar cómo se hace.
Puso una mano pesada sobre el hombro de la que habló y la retiró como si se hubiera quemado. Estremecido de asco pensó.
—¡Correosa como una culebra! Huelen a basurero.
La anciana, caminando hacia la salida del supermercado, bajó aún más la cabeza; la otra seguía sus pasos como un roedor precavido. Miraban a los lados de vez en cuando, parecían a punto de echar a correr, pero se contenían esperando al hombre. El ladrón, moviendo su cuerpo pesado sobre los zapatos deportivos, tampoco hacía ruido; caminaba fingiendo estar observando la mercancía, sin perder de vista las viejas.
El trayecto fue largo y agotador, no hablaron en el camino; el hombre nunca despegó los ojos de ellas y las pequeñas mujeres no lo miraron en ningún momento. Se habían internado en un barrio silencioso y desolado. Subieron un cerro cubierto de maleza, desde dónde podían verse edificios lejanos y autopistas, como si pertenecieran a un mundo irreal. Anocheció rápido y sin aviso.
El ladrón resoplaba de cansancio, cuando entre la maleza encontraron la entrada de un rancho escondida por la oscuridad. Las ancianas estaban tan silenciosas que parecían no respirar. Empujaron una puerta hecha con tablas mal claveteadas y se abrió sin ruido.
Un olor nauseabundo inundó los pulmones del hombre, y estuvo a punto de vomitar. Oyó el rasgar de un fósforo y a la luz de una vela reconoció, en el piso de tierra, los vegetales robados en el supermercado. No tuvo duda, eran los mismos.
Una olla grande y negra, sobre trozos de madera quemada, estaba en el centro de la única habitación; montones de cucarachas corretearon sobre cuchillos, cucharas y tenedores. Chillando, una cantidad asombrosa de ratas buscaron la negrura de los rincones.
El hombre recuperó el aliento, y decidió a cual de las dos viejas golpearía primero. Resuelto a terminar con todo lo más rápido posible, dijo con voz ruda.
—¡Sólo vegetales! ¿Qué más roban?
La otra anciana, la del pelo suelto, canoso y lleno de nudos, gateaba apartando las cucarachas con las manos. Y dijo:
—Cosas, señor, robamos cosas.
—¿Pueden traer joyas, dinero, ropa?
—Sí, señor, todo eso.
—¿Y carne, no veo carne?
—No hacemos venir carne.
—¿Por qué?
Ambas viejas miraron hacia él, la luz de la vela desde el suelo iluminó sus caras sudorosas y de ojos opacos. Tenían la mirada de un pescado congelado. Sonrieron mostrando dentaduras repugnantes y afiladas. En sus manos, cuatro cuchillos produjeron reflejos cegadores. Dijeron en voz baja, como guardando un secreto.
—La carne viene caminando.
El primer altar de Menuken
por Néstor Darío Figueiras
Este último par de años ha sido muy movido para Néstor Darío Figueiras. Tres de sus relatos han sido seleccionados para antologías en papel: una colección de relatos finalistas y premiados del II certamen Monstruos de la razón, del portal OcioZero; Puntos cardinales (junto a Eduardo Laens, Beto Mansilla, Sergio Gaut vel Hartman) de la editorial Andrómeda y, por último, un primer tomo publicado por una nueva editorial: Letra Sudaca. También está entre sus planes la publicación de su primera novela En el umbral del mundo que saldría de igual forma por la editorial Andrómeda.
Continuando con este frenesí, quedó finalista en tres concursos literarios y para broche final, aunque nunca definitivo, fue “wikificado” y su biografía puede ser consultada en la Wikipedia. Mientras tanto, Néstor sigue en la música y continúa apareciendo en Necronomicón (cinco apariciones con seis relatos en total).
En esta ocasión Néstor nos muestra que no hay nada más provechoso para cualquier explotación económica, en estos tiempos de conservacionismo salvaje, que aprovechar todas las sinergias que se puedan establecer entre los seres vivos y su ambiente. Ser ecológicos adquiere un significado extremo. El primer altar de Menuken nos presenta un mundo empresarial llevado al límite. En Menuken todo es un negocio, todo se recicla, todo tiene un uso, nada se pierde.
Arizmendi sacó su polidisplex de bolsillo. La pantalla surgió desde la ranura y sólo le mostró los íconos que él había imaginado al encender su gadget neural.
—Aquí están las entradas de la bitácora de Ruffoni, señor. Obviamente, él no cree que tengamos acceso a su polidisplex.
—Lo que corrobora que nuestro médico es un perfecto idiota —dijo Gerson, el CEO de Gene Ensemble & Co.— Abra los archivos. Escuchemos cómo la está pasando.
Arizmendi fijó la mirada en uno de los íconos. Visualizó la palabra play y una voz ronca salió a través del diminuto altavoz:
—…no veo la hora de que la retronave regrese y me saque de aquí. Ahora sé que los videos y las charlas previas no son suficientes: nada lo prepara a uno para un mes de guardia en Menuken. Todavía me cuesta mirar a los menukenios a la cara. Uno se pregunta cómo consiguen desplegar un abanico tan grande de gestos con ese rostro. Todos tienen un único y sanguinolento ojo del tamaño de una ciruela que siempre parece a punto de reventar, y que se sitúa entre la probóscide nasal y la gran boca hendida por el labio leporino. Un pelambre pajizo y rubio les cubre la cabeza. El conjunto recuerda a uno de esos espantapájaros que se utilizan en las chacras de Girvath.
»Pero lo que me causa mayor impresión es la lengua protráctil. Con ella se relamen continuamente, aunque sólo la desenrollan del todo para atrapar a los moscardones azules que revolotean sobre los sembradíos de los frutos hespéridos.
»Esos insectos son su único alimento, y los reverencian con gran devoción. He observado que cuando un menukenio muere, el resto abandona el cuerpo a la intemperie. Al comienzo había creído que no enterraban a sus muertos debido a sus miembros torpes y rechonchos, que están rematados por manos y pies de seis dedos, inútiles para casi cualquier tipo de labor. Pero después comprendí que se trataba de alguna clase de rito: todos se congregan en torno del cadáver putrefacto a observar con embeleso la multitud zumbadora de moscas que lo cubre. En esa ocasión no las comen. Sólo las contemplan, mientras entonan una letanía gangosa.
¡Por Dios! Las pésimas condiciones sanitarias de las plantaciones habrían sumido al planeta entero en cuarentena. Pero aquí no existe epidemia alguna gracias al jugo de los hespéridos, que es una panacea universal. Todos lo bebemos.
»Aún falta una semana para que la retronave traiga a mi relevo. Ya he operado once hernias: sólo restan cuatro intervenciones para finalizar mi trabajo aquí. La onfalocele no es un problema mayoritario: sólo la presentan algunos menukenios al nacer. Sin embargo, la holoprosencefalia es común a todos ellos: ¡son mons…
—Párelo ¿Qué cosa dijo? —preguntó Gerson, mientras se cruzaba de piernas.
Arizmendi pausó la reproducción con el pensamiento y explicó:
—Vamos por partes. Holoprosencefalia es el conjunto de malformaciones cerebrales y faciales que presentan los trabajadores al nacer, señor. La ciclopía, el labio leporino y el resto de rasgos fisonómicos descritos por Ruffoni nos tienen sin cuidado. Pero corregimos los defectos cerebrales más graves, cuando aún son fetos.
—Ajá. Y lo otro. Onfa… Eso.
—Onfalocele. Se produce cuando la criatura presenta las vísceras de la región abdominal fuera del cuerpo. Esta evisceración provoca una hernia en la base del ombligo. Un cuarenta y cinco coma ocho por ciento de los obreros la presentan al nacer. Ruffoni fue enviado para practicar dieciséis cirugías correctoras en la nueva camada.
—Ajá. Las tripas fuera de la barriga. Veo que por una vez el Departamento de Legales se puso al tanto de los pormenores médicos. Adelante.
—…truosos! Pero lo peor es que los hijos de puta de Gene Ensemble les hicieron creer a todos que son nativos de Menuken. Pocos saben cuál es su verdadero origen.
Gerson sonrió.
—Se trata de seres humanos… Los genetistas han inducido en ellos alguna variante del Síndrome de Patau, junto a otras alteraciones practicadas en el cariotipo para corregir las anomalías del sistema nervioso y las disfunciones renales y cardíacas propias del síndrome. De otro modo estos organismos imposibles, que se adaptaron con facilidad a la biósfera menukenia, no sobrevivirían. Así, Gene Ensemble obtiene obreros idiotas que trabajan gratuitamente, que nunca hacen huelga y que no necesitan servicio social. Al mantener a raya a las moscas que dañan los plantíos de hespéridos, no sólo cumplen con su labor, sino que también se alimentan, sin costo alguno para la compañía. Una vez realizadas las cirugías, los cuidados médicos que requieren son mínimos. Esta mano de obra barata representa una ganancia millonaria: el elixir de los hespéridos se vende muy bien en Madretierra…
—Suficiente —ahora Gerson había arrugado el entrecejo. Preguntó imperiosamente— ¿Sabemos si ha enviado esta información a alguien más?
—En Neura no hemos encontrado nada, señor. Tampoco en las otras redes.
—¿Y nadie más tiene acceso a su bitácora?
—Creemos que no, señor.
—¡No sea ingenuo, Arizmendi! Si nosotros pudimos hackearla, ¿qué impide que otros también lo hagan? Vuelva a indagar en las redes en busca de cualquier indicio, y si lo halla, elimínelo y niegue todo.
—¿Y qué hacemos con Ruffoni?
—Que su sustituto no viaje en el próximo retrovuelo. El doctor se quedará en Menuken.
—¿Para qué? —preguntó Arizmendi mientras apagaba su polidisplex.
—Para deshacernos de él.
—No entiendo, señor. Tarde o temprano se dará cuenta de que algo pasa. Tratará de comunicarse con Madretierra. O intentará abordar uno de los cargueros y regresar como polizonte.
—¿Recuerda a Kyaszek, el sociólogo que enviamos hace tres meses? Él reportó que los trabajadores finalmente han desarrollado algunas creencias religiosas, como bien corrobora nuestro médico. Ahora tienen dioses.
—¿Las moscas?
—Ajá. Las moscas. Los menukenios las adoran porque ellas son su sustento. Kyaszek asegura que el hecho de comérselas fortalece su fe. Una especie de teofanía. El sociólogo llamó “teofagia” al fenómeno. A cambio, ellos alimentan a su divinidad en la muerte. Por eso no entierran a sus muertos. Lo que Ruffoni parece no haber descubierto aún es que han concebido un sangriento culto para rendir tributos excepcionales a su deidad.
—Sigo sin entender, señor.
—¡Es sencillo, Arizmendi! El doctor servirá para el sacrificio.
—¿Por qué estamos seguros de que Ruffoni será la ofrenda y no algún obrero?
—Porque ya Kyaszek inauguró el primer altar de Menuken. En estos tiempos nihilistas, sorprende cuánta devoción suscita un nuevo credo. ¿No lo cree así, Arizmendi?
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Necronomicón
Segunda Época. Año 9. N° 21.
Febrero 2011
Editor: Jorge L. De Abreu
Asociación Venezolana de Ciencia Ficción y Fantasía
Caracas, Venezuela.