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Necronomicón

Segunda Época. Año 11. N° 23. Noviembre, 2012

Llevado al extremo, los escritores tenemos dos estrategias básicas para lidiar con nuestro oficio. A mí me ha dado por denominarlos los escritores r y los escritores K. Esta idea viene con antecedentes. Biólogo al fin, en mis tiempos de estudiante, allá en una década perdida del siglo XX, la ecología me topó con el concepto de las estrategias reproductivas de los organismos. Estaban los bichos que se reproducían como la verdolaga, invertían muy poca energía en cada descendiente, pero los producían a montones. A esta estrategia reproductiva algún brillante científico se le ocurrió etiquetarla con un oscuro término de una fórmula algebraica: la llamó estrategia r. Por el contrario, otros organismos toman la senda opuesta, producen pocos descendientes pero invierten todo el oro de la corona en su crianza. Estos son los representantes de la estrategia K.
Con los escritores sucede lo mismo. Los escritores r producen montones de obras cortitas (en nuestro medio las llamamos cuentos). Invierten poco tiempo en cada obra, pero la mayoría produce mucho. Hay otros autores que se van por la senda de la estrategia K, se dedican a escribir monumentales volúmenes de dilatadas proporciones, así que producen pocas historias. Estas obras también tienen nombre: las llaman novelas. En algún momento profundizaré sobre esta idea, solo voy a decir en esta oportunidad que las creaciones r pululan en nuestro idioma, porque los escritores r tienen la vida en contra; la realidad siempre les está poniendo celadas y ellos tienen que tratar que sus ideas se dispersen y fructifiquen. Por eso sueltan al mundo una miríada de pequeños seres, criaturas geniales, punzantes, astutas, que buscan la luz y se abren paso, sobreviven y perduran, y tratan de ser memes de nuestro tiempo. Necronomicón fue concebido como un habitáculo para todas esas pequeñas obras literarias que necesitan una pequeña ayuda del ambiente para arraigarse.
En esta oportunidad les presento tres relatos donde el terror invade la cotidianidad, son muestra agraciada de la estrategia literaria r. Tres ilustradores: Juan Raffo, Joseín Moros y el debut de Bárbara Ros en Necronomicón, tres visiones de otra realidad, similares o disímiles a las que se forman en nuestras mentes después de una lectura estimulante, pero siempre inquietantes. Lean y teman, luego existan.

Bares oscuros, auténticos antros

 

por Álvaro Valderas

 

Álvaro Valderas es español y reside en Panamá. Es filólogo y profesor de la Universidad Americana y de la Universidad Panamericana. También es creativo publicitario y por si fuera poco en una época fue barman y presenció el drama humano detrás de una barra. De allí a los dramas sobrehumanos, inhumanos e infrahumanos hay solo un paso y la creatividad ayuda a imaginarse el resto. Álvaro ha pertenecido a la redacción de varias revistas literarias y culturales como Derviche, Andaduras, Ad Hoc, etc. De su inspiración han sido publicados dos libros de cuentos (Libro de c*r*uentos y Bloody Mary) y una novela (El oro de Noriega).

Ha colaborado con sus creaciones en varias revistas del género fantástico: Axxón; Ediciones efímeras; Ráfagas, parpadeos; Badosa; Breves no tan breves; El cuervo; Playboy México (bueno, esta última es fantástica por otras razones). Álvaro pertenece al consejo editorial de Editorial Fuga, en Panamá.

Los bares oscuros siempre han sido una debilidad de las historias de terror… o será más bien de las historias de espías: toda buena historia debe tener uno. Lo que sí es seguro es que cuando pienso en bares oscuros me viene a la memoria la famosa escena de Star Wars donde Han Solo cocina a un caza recompensas con un certero disparo de su pistola láser. Lo cierto es que la atmósfera del bar de Valderas tiene mucho que ver con esos bares, es un bar que atrae al cliente que necesita el calor de la bebida y tal vez un poco de plática y entretenimiento etílico; por eso no podemos culpar al bebedor asiduo que retrata el presente relato, ni tampoco al barman que ha sido anestesiado por la rutina y que ve en su estratagema una salida al tedio. Eso sí, a partir de ahora tendré mucho cuidado en apúrame mis bebidas antes de que se calienten, no es que yo ame la oscuridad o tenga especial inclinación por el Rh positivo, pero aún así no puedo menos que poner en duda la salubridad de ciertos cubos de hielo.

–Escuche bien, señor, hasta cierto punto no le han informado mal, porque los hechos por los que pregunta ocurrieron en este mismo pub, es cierto, pero no tienen mucho que ver con lo que le han contado. Lo que sucede es que la gente pierde pronto la memoria de lo que ya no les afecta, y es dada a fantasear y a buscar en la lógica soluciones a los temas que no llegan a comprender, como si todo pudiera ser razonado cartesianamente. Usted sabe tan bien como yo –porque, si no, no estaría aquí– que esto rara vez es así, demasiadas relaciones misteriosas nos rodean.

 

No había muchos clientes todavía, y el camarero pasó la bayeta por la barra, quizá para demostrar quién mandaba en el local, y regresó conmigo.

 

 

Ilustración por Bárbara Ros basada en la historia de "Bares oscuros, auténticos antros" de Álvaro Valderas

–Yo lo eliminé, que no le vengan con otra historia, yo acabé con el maldito en ese mismo lugar que usted ocupa ahora, o quizás un poquito más a la derecha. Querrá saber cómo, pero antes debo ponerle en antecedentes. Verá, él había venido mucho, cuando aún era humano. Aquí abrimos tarde y cerramos de amanecida, como usted sabe; la gente del fin de semana no cuenta, sólo les mueve la diversión, pero los asiduos del diario, como él fue durante años, vienen buscando algún tipo de escape, hasta que el propio escape se convierte en su atadura. No desean estar en casa porque no les espera ninguna vida allí, y se acostumbran a estos refugios confortables hasta que el mal de la botella los hace adictos y acaban 

por necesitarlos. Además, quienes tenemos el ritmo del búho buscamos en la noche mucho más que oscuridad, también su perversión. Qué fácil debió de resultarle la transformación, ya estaba tan predispuesto al vampirismo que ni siquiera lucharía contra ella, un mal mordisco y de repente odiaba el sol, dependía de una bebida, se sentía eterno y desgraciado, era un solitario al que sólo le quedaba pasado, ni una brizna de futuro: Igual que el resto de mi público. Pero empezó a matar, y le tomó el gusto o se le soltó la rabia, tan activo que se convirtió en una plaga, y para quitarse el mal sabor de la desolación que dejaba a su paso descubrió que sólo le quedaban estas cuatro paredes, la música de siempre, un trago para el recuerdo y, poco después, la sed alcohólica que lo impulsaba y lo hacía brillante, ante sí mismo. Acabé con él, a eso vamos. Explicar cómo resulta más sencillo que asegurar por qué. Le serví una copa tras otra hasta que se entonó. Luego le di la fatal, la definitiva, pero no le dejé probarla sino hasta al cabo de un tiempo, lo entretuve con charla y una canción, mientras se derretían mis hielos artesanales hechos con agua bendita, al primer sorbo estalló en llamas, se deflagró, en tres segundos apenas memoria y cenizas. Hubo un par de testigos, pero ni siquiera saben lo que vieron. –Se acercó un poco más a mí, como para hacerme la confidencia final–. Fue por piedad, en el fondo. Y por acabar con aquella peste que nos estaba llenando el cementerio. ¿Le sirvo otra?

Necromicón

 

por Francisco Arias

 

Francisco Arias nació en Barcelona, España, a principios de la década de los setenta. Es un escritor en ciernes a lo Saramago. Modelo que lo estimula a escribir cada día más y mejor. Francisco se nutrió con los clásicos, desde los griegos hasta los escritores de la edad moderna. Su literatura se basa en aquellos paradigmas, germen de todas las ideas primordiales y sus derivaciones. En la otra vida, esa del día a día, en la que hay que ser eficientes y asertivos, Francisco es un ingeniero industrial que trabaja para una multinacional del negocio de la energía.
A los autores clásicos de la Ciencia Ficción les debe su carrera, exacta y racional, pero no más. Su inclinación humanista proviene de otros, con Wilde y Sábato como cabezas de playa.
Francisco escribe para darle valor añadido a su vida, en un proceso que él mismo define como oneroso y despilfarrador; donde se invierten más materiales y esfuerzo que los obtenidos en el producto final. Sin embargo, para él, una sola página escrita tiene más trascendencia que mil hechos cotidianos, porque tal página condensa la esencia de ser humano. Así como en las grandes enciclopedias se resumen los hechos científicos que a generaciones les ha tomado desentrañar, en una revista o un libro de ficción se concentra la quintaesencia del sentido de la vida… y no me refiero a la homónima película de Monty Python… ¿O sí?
Pasando al relato: el terror está en la mente. Eso me lo dijo un anciano sabio shaolin bajo un sicomoro raquítico en las afueras de una ciudad maldita. Mil veces mil, y más aún, el hombre ha escrito relatos sobre la noche, la muerte, lo tenebroso… sobre aquello que medra en la oscuridad y nos susurra blasfemias. ¿Cuántas veces? ¿Cuántas páginas llenas de historias espeluznantes, donde el lector se olvida de respirar, conteniendo la respiración, con el temor de molestar a aquellos seres prodigiosos, aberraciones de otro mundo? Pero sin ese lector, ¿dónde quedaría todo ese horror, todo ese sudor frío, los estremecimientos y las palpitaciones? Sólo palabras escritas, negro sobre blanco, susceptibles a la destrucción por el fuego, las polillas o el olvido. Sin embargo, a veces, solo en algunas ocasiones especialmente trágicas, las palabras toman venganza y encarnan un horror real, no una proyección de nuestras debilidades; un horror que trasciende las eras y el papel, un terror que surge de las páginas y toma venganza. ¡Ah, por si se lo llegan a preguntar luego de leerse Necromicón, la semejanza de los títulos de las revistas se debe solo al azar… por otra parte, la historia del anciano shaolin es absolutamente cierta!

Una flecha que en el aire ha olvidado su diana.

Ortega y Gasset

 

I. Atardecer

 

Tic-tac, tic-tac. El sonido del reloj, monótono y circular, perfila el silencio absoluto de mi escritorio. Las cortinas filtran el paso de la última luz de la tarde, esa extraña penumbra vespertina (los ancianos siempre estamos en la penumbra) que me llena de pesadumbre pero que descansa mis viejos ojos, y convierte mi estancia en un cuarto antiguo y sobrecargado de futilidades. Yo mismo me siento innecesario.

 

De pronto reparo en ello. A través de los años, desde antes de mi adolescencia y hasta mi última madurez, las estanterías se han ido renovando y sus libros han ido llegando y marchando de ellas. Pero algo se ha conservado, algo ha ido creciendo hasta ocuparlo todo, como una especie depredadora cuyo último premio es la soledad.

 

En un principio y durante muchos años, los libros, cuando recién comprados aún poseen el sensual atractivo de sus tapas lujuriosas y su olor evocador a tinta, han ido adoptando su estática posición en un lugar visible en mis estanterías; a medida que han envejecido y amarilleado sus páginas, han ido acabando en la basura, donde una rápida muerte mecánica y deflagradora los ha hecho desaparecer, o bien han sido deportados al cuarto trastero, para una muerte lenta a costa de polillas, polvo y humedad.

 

Pero no todos han tenido ese fin. Algunos han desaparecido prestados, perdiéndose su historia en casas de amigos de los que o bien no me acuerdo, o bien han muerto (viejos o jóvenes por igual) o bien simplemente han dejado de ser amigos en algún momento.

Todo ha llegado y ha pasado, durante décadas, por estas estanterías que me vieron crecer y ahora me ven envejecer sin remedio. Pero por cada libro que se ha ido, algo ha ocupado su lugar.

 

La primera vez, en mi infancia, fue un capricho. Tan solo era una revista de apenas diez páginas. Su espesor era despreciable. La fui acumulando.

 

Han pasado setenta años. Y una colección silenciosa e hipertrofiada de la revista de diez páginas Necromicón ocupa ahora todas las estanterías, sin la presencia de un solo libro.

Tic-tac, tic-tac. El sonido del reloj, monótono y circular, perfila el silencio absoluto de mi escritorio.

 

En su interior, agazapados detrás de esas portadas de monstruos imposibles, hay miles de relatos cortos de terror. Sueños extravagantes de miles de personas, la mayoría de ellas seguro que muertas ya. Quizás algunos pocos de esos enfermizos soñadores, viejos como yo, contemplen otra colección semejante en la soledad de su escritorio. ¡Cuánta nimiedad! ¡Qué absurdos horrores! Deberán pensar. Cuantos oscuros temores, acumulados por millares durante décadas, en silencio en las estanterías. ¿Sirvió de algo? El retrato de miles de personas, el pequeño retrato en mil palabras, como la huella evanescente de un pie en la arena, como una caricatura apresurada de los miedos de una multitud desaparecida en el tiempo; clasificada, titulada e impresa. Mil personas en mil cuentos de mil palabras, y por cada palabra, un grito de pavor apresado en tinta.

Yo moriré, y esos retazos de temor seguirán ahí, quietos, conteniendo los gritos de hombres que ya no existen. Gritos mudos de difuntos, dentro de esos dibujos de serpiente que adornan la portada de las revistas que doblan los tablones contra la pared.

Soy un viejo solitario cuando cae la noche. Tic-tac, tic-tac. Cada vez distingo menos el sonido del reloj y el silencio deja de perfilarse, perdiendo su forma y expandiéndose como un espeso y homogéneo gas.

¿Y si las débiles tapas con las que encuaderné los Necromicón no pueden resistir más la presión de los gritos que contienen? ¿Qué me harán los temores de millares de personas que ya están muertas, como flechas que en el aire han olvidado su diana?

 

 

Ilustración de Joseín Moros inspirada en el cuento de Francisco Arias, "Necromicón"

II. Atardecer

 

Ha pasado la noche, y la mañana, y la tarde ha vuelto a caer. Llevan golpeando la puerta un buen rato. Pero nadie contesta. El sargento Dalanyo, temiéndose lo peor, ordena que derriben la puerta sin más demora.

 

El sargento y los dos policías entran por fin, rompiendo aparatosamente la quietud de la casa, seguidos por una histérica mujer, y llegan a la habitación más interior.

 

Les sobresalta un extraño olor, por desgracia muy familiar para Dalanyo.

 

El anciano, rígido en su sillón, rodeado de revistas que un ciclón parece haber esparcido caóticamente por la estancia, yace con la boca y los ojos abiertos, mirando hacia el techo, con una horrenda mueca de pavor.

 

Dalanyo abraza a la hija menor del anciano, que a su vez es casi una anciana. La consuela.

 

—Ha tenido que ser un infarto —dice resignada la mujer, mientras se seca los ojos con un pañuelo de papel— ¡Era tan raro que no me hubiese llamado en todo el día! ¡Tan mayor!

 

Pero Dalanyo se queda hipnotizado mirando los vidriosos ojos abiertos del anciano. Él ha visto muchas muertes naturales, y esta no lo es.

 

Se asoma a sus ojos y le parece apreciar la mirada de alguien que ha visto algo aterrador, formidable, fantástico.

 

En el interior de esas dos esferas aparentemente muertas, Dalanyo puede ver cefalópodos gigantes, hombres murciélago, almas que vuelven del limbo para insinuarse a los vivos, envidias de ángeles, dolorosos amores que acaban en locura, una locura mortal.

 

Un policía llama aparte al sargento, con un silbido discreto, y le dice confidencialmente para que la hija no lo oiga:

 

—Ese viejo no estaba muy bien de la cabeza, ¿no? ¿Para qué quería semejante cantidad de revistas con las páginas en blanco?

El búnker

 

por Carlos Daminsky

 

Carlos Sueiro es el otro nombre con el que se conoce a Carlos Daminsky en los mundos de la literatura. Tal vez Sueiro tiene antigüedad sobre Daminsky, pero Daminsky es el favorito y siempre se sale con la suya. De todas formas, ambos conciben la creación literaria como un proceso erosivo que destruye la vida y la mente. Un oficio que asumen con la amarga certeza de que lo que ponen en el papel inexorablemente se está desvaneciendo del mundo. Quizás llegará el momento en que otro Daminsky, en esos otros mundos comience una nueva tarea de destrucción a través de la escritura y el equilibrio a ambos lados se alcance. En ese instante todos viviremos la agonía de los minutos contados, mientras los mundos se consumen en la negrura o nacen del estallido de la energía desatada. Solo espero por el bien de todos que estos Carlos sean el reservorio de un infinito caudal de ideas, inagotables, consumibles, pero siempre en constante producción.
Nuestro Carlos es poeta y escritor, español. Su vida en esta realidad data de 1973. Sus últimos aportes al género fantástico fueron su relato Ruinas ruinas ruinas (Próxima 12) y un comic corto en la revista chilena Blanco experimental (número 37). En Amazon están a la venta su novela Legado zombi y el poemario Los Cantos de Hilmarnok. Carlos considera, con entera racionalidad, a la literatura una sola y por eso no distingue sus géneros y le gusta andar entre los límites. Como las palabras deben ser soportadas por hechos, Carlos nos lo demuestra en El búnker.
En este relato debemos escoger: ¿La conflagración que ha mermado a la especie humana o la abominación de otro mundo? Una niña se enfrenta a ambos terrores. Dos monstruos. Uno atávico que impregna nuestros recuerdos animales, de mamífero encogido de terror en las noches más oscuras de la sabana africana llena de peligros. El otro, tecnológico, consecuencia indeseable de una evolución que nos permite escapar del papel de víctimas en la desventajosa relación depredador-presa: un cerebro que será capaz de construir el máximo horror. El desarrollo filogenético nos conduce de la cruel muerte de la presa hasta la destrucción debida al poder desatado del átomo. ¿Cuál es el más horrible?

Búnker de Alcoi, España. Año 1999 DC

 

Ana tenía 10 años. Su pálida piel jamás había sentido los rayos naturales del sol. Tampoco los iba a sentir nunca, porque a decir verdad el exterior actualmente era un manto de ceniza radioactiva que se extendía monótono por toda la Tierra y en el que los rayos solares jamás se posaban pues, el cielo estaba cubierto por una espesura de nubes grisáceas y polutas que ahogaban el cielo.

 

Los niños eran escasos, de hecho hacía 7 años que no nacía ninguno. En la colonia subterránea que se encontraba incrustada a 50 metros bajo la tierra, los supervivientes iban lentamente tornándose enfermizos y decrépitos. El principal amigo de la niña era su imaginación y toda la libre fantasía que ella podía desarrollar entre las paredes de cemento armado. Y su vitalidad era desbordante, lo cual para la mayoría de los adultos medio atrofiados era imposible de controlar, así que ella vagaba de un lado a otro sin que le prestaran atención. Normalmente, en sus fantásticos paseos, se alejaba bastante de su cubil, en la zona donde convivía con varias familias.

 

Poco a poco había logrado desarrollar un mapa en la memoria de su cerebro de casi todo el búnker antinuclear.

 

 

Correteando de un lado a otro, inquieta, jugaba a ser la princesa del Reino de los Elfos. Debía salvar el reino de la amenaza de... Entonces se quedó plantada al notar la corriente. El aire onduló sus largos cabellos rizados y rubios y todo lo que estaba imaginando en aquellos momentos quedó en suspenso mientras miraba hacia el oscuro pasadizo de donde provenía el viento que ululaba suavemente y que parecía susurrarle palabras al oído: ven, ven, ven.

 

Ana, atraída por aquella extraña invitación, fue hasta la entrada del túnel y allí, desde el umbral, su corazón palpitó con intensidad. ¿Qué habría al final? Pero ella no era tonta, no se iba a arriesgar a pasar por aquel pasadizo a ciegas. No. Quién sabe lo que podía haber oculto...

 

Ella había estado jugueteando por una laberíntica parte antigua del búnker que apenas se usaba y que normalmente permanecía solitaria. En aquella zona los operarios de mantenimiento tenían la zona principal de almacenaje.

 

Tanteó en las paredes y como suponía dio con algo. Era el interruptor. La luz de las lámparas circulares alumbró el pasillo. A lo largo de las paredes había varias escotillas con paneles. Por allí entraba el aire que al llegar al pasadizo creaba la suave corriente que la había atraído. Al fondo había una puerta.

 

Un nuevo lugar por descubrir para la Princesa de los Elfos.

 

Llegó a la entrada. El portón estaba polvoriento, lo cual indicaba que no se usaba hacía mucho tiempo. Ana giró la manivela circular, el cerrojo chasqueó y la pesada hoja quejándose se separó ligeramente. Empujó con todas sus fuerzas y consiguió abrirla. Emocionada, pasó adentro.

 

La claridad mortecina, que se colaba por un agujero en el techo, iluminaba la cueva de paredes naturales. En el centro destacaba un podio de roca pulida sobre el que había un objeto negro.

Se puso debajo de la abertura y miró hacia lo alto. Aquel agujero era un pozo que conducía al exterior. Sin duda ella debía estar cerca de la superficie. ¿Y si consiguiese trepar... y poder salir? Contempló asombrada como se filtraba la vaga luminiscencia desde allá arriba. Entonces, presa de la excitación, tropezó con el pedestal y tiró el objeto negro que había encima... Era un libro que quedó sobre el suelo, con las hojas abiertas. Se agachó y lo recogió. Era grande y de tapas negras curtidas. Leyó maravillada las letras grandes y ribeteadas en dorado de la portada. Necro... no... micón. Consiguió pronunciar con dificultad. ¡Aquel era el libro de los Elfos, sin duda! Y al abrir sus crujientes páginas ya quedó totalmente fascinada, ante las grafías estilizadas y de color negro que surcaban el papel satinado. Aquella caligrafía era fantástica, nada que ver con las letras mecanografiadas de los escasos libros que había podido leer en el búnker.

 

Pasó las páginas aleatoriamente, hasta que algo en su cabeza le hizo que parara ante un párrafo. Las letras se movieron ante sus ojos, reclamándole que las leyera. Y sin saber como, ella pudo descifrarlas y su boca pronunció las palabras rituales. ¡Ia Cthulhu! ¡Ia Chulthu! ¡Def el ttiw! ¡Ia ia! Las repitió obsesivamente en alto una tras otra vez y la reverberación inundó la caverna y ascendió por el pozo del techo. Después la tierra tembló y las paredes de la cueva empezaron a quebrarse desprendiendo rocas. La luz del túnel vertical se ensombreció mientras algo descendía por él.

Ilustración por Juan Raffo basada en la historia de "El búnker" de Carlos Daminsky

La niña horrorizada tiró el libro cuando vio que por el agujero del techo salían unos enormes tentáculos que tanteaban el aire. Corrió e intentó escapar de la cueva. Pero la pesada hoja estaba cerrada. Tiró y tiró en vano, con todas sus fuerzas. Asustada, se acuclilló temblando. Tras ella escuchó un fuerte golpe contra el suelo y después oyó algo viscoso que se arrastraba.

 

La Princesa de los Elfos aguardó apretando los ojos fuertemente. Quizás así, aquella cosa desaparecería. El silencio se hizo espeso. 

¡El Necronomicón aguarda!

 

Necronomicón es una publicación que privilegia la ficción corta (menos de mil palabras) de Terror, aunque también publicamos Fantasía o Ciencia Ficción. Manda tus cuentos al Necronomicón.

 

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Necronomicón


Segunda Época. Año 11. N° 23.
Noviembre 2012


Editor: Jorge L. De Abreu


UBIK, Asociación Venezolana de Ciencia Ficción y Fantasía
 

http://www.avcff.org/ubik.htm
 

Caracas, Venezuela.

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